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El Camino de la Vida: Lo Normal y lo Patológico/y II

La exclusión inicia siglos atrás y no concluye hoy, las actitudes de rechazo, de exclusión y de negación de los derechos humanos surgen desde los orígenes; la discapacidad es rechazada desde previo al cristianismo

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 787

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La exclusión inicia siglos atrás y no concluye hoy. No se requiere un gran esfuerzo intelectual para encontrar que las actitudes de rechazo, de exclusión y de negación de los derechos humanos más elementales tienen sus orígenes, su génesis, más allá de nuestra era postmoderna. La historia de la exclusión y rechazo de las personas con discapacidad nos conduce retrospectivamente hasta épocas anteriores a la era cristiana.

Ya señalábamos en otra ocasión que el Taigeto, permanece como testigo mudo de la intolerancia original hacia las diferencias significativas para quienes excluían a los otros.

Por su lado, la Biblia refiere en muchos de sus pasajes cómo los leprosos eran expulsados de la comunidad y condenados a vivir en aislamiento para evitar el contagio y para suprimir el miedo que se manifiesta. Los paralíticos y los ciegos, los epilépticos y los endemoniados tenían como destino la espera paciente de que Jesús, el hijo de Dios Padre, –o Dios Hijo--, les restituyera su condición humana a través del milagro que les permitía dejar de ser ellos como son para ser otros que no poseían las características despreciables que presentaban y por las cuales se encontraban al margen de la sociedad.

Michel Foucault refiere claramente que con la lepra inicia el encierro y aislamiento de quienes merecen ser expulsados de la vida social, sigue con la sífilis, la miseria, la inadaptación social y termina con la locura. Por los lugares de encierro y exclusión pasan todas las personas con discapacidad, llámeseles como se les llame en dicha época histórica.

José Saramago, en su Ensayo sobre la Ceguera, nos da una muestra viva de esta fenomenología.

Naves de locos, «Stultiferra Navis», Leprosorios, Hospitales Generales de Encierro, Cárceles, Correccionales, Hospitales Psiquiátricos y Casas de Asistencia de Grupos Religiosos (como las que hubiera fundado Vicente de Paul) son los lugares destinados a la exclusión; más tarde se agregan las Escuelas de Educación Especial por áreas taxonómicas de atención (Escuelas para ciegos, para sordos, para deficientes mentales, para paralíticos, etc., como antes lo fueron la escuelas para varones y para señoritas) que excluyen a los niños del torrente de experiencia con sus demás compañeros.

Lejos de estos lugares, bastante lejos, se encuentra el ejercicio pleno del derecho a la expresión de las ideas, libertad de pensamiento, libertad de tránsito, derecho a la educación laica y gratuita, derecho a formar una familia, derecho al ejercicio pleno de la sexualidad, derecho a elegir libremente los gobernantes, derecho a un trabajo digno y remunerador, etc.

No hay más que intolerancia a lo que no sean ellos mismos, sean espartanos o dioses o semidioses.

La expresión viva de la intolerancia, el rechazo y la exclusión son elocuentes.

Únicamente se les puede asignar la función social de ser objeto de la caridad pública o privada y de permitir a las personas de “buena conciencia” realizar sus actos loables y de reconocimiento público

Desde el mismo momento de su procreación y posterior nacimiento, quien trae el sino de alguna deficiencia física es objeto de la exclusión y, de ser ello posible, su eliminación. No descontando aquí el «estigma».

Si recuperamos lo que Kenzaburo Oé nos dice en el año de 1989, en su novela Una Cuestión Personal:

«Sonó el teléfono, Bird despertó... Levantó el auricular y una voz masculina, sin más, le preguntó su nombre. Luego dijo: Venga inmediatamente al hospital. Hay ciertas anomalías en el bebé... Tenemos que hablar (...)

-- Soy el padre- dijo con voz ronca, ( ya en el hospital) (...) Soy el padre, repitió Bird irritado. La voz denotaba que se sentía amenazado.

-- ¿Quiere ver la cosa antes? Preguntó el director del hospital.

-- ¿El bebé está muerto? Preguntó Bird.

-- Claro que no -dijo el director del hospital- De momento tiene la voz fuerte y movimientos vigorosos (...) Pues bien, ¿Quiere usted ver la cosa?

-- ¿Podría informarme antes por favor? Dijo Bird con voz cada vez más atemorizada. En su mente, las palabras del director le inspiraban repulsión: la cosa.

-- Quizá tenga usted razón. Cuando se lo ve por primera vez, resulta chocante. Yo mismo me sorprendí cuando salió.

-- ¿Qué es lo que resulta tan sorprendente? ... (Reviró Bird)... ¿Se refiere a la apariencia, al aspecto que tiene?

-- En absoluto. Tan sólo parece que tuviera dos cabezas. ¿Quiere verle ahora?

-- Pero en términos médicos, titubeó Bird.

-- Lo llamamos hernia cerebral. (Remató el director del hospital).

-- Hernia cerebral, repitió Bird, ¿Hay alguna esperanza de que se desarrolle con normalidad? Preguntó aturdido.

-- ¡Con normalidad! La voz del director del hospital se elevó como si se hubiera enfadado, ¡Estamos hablando de una hernia cerebral. Se podría abrir el cráneo y meter dentro del cerebro lo que parece ser otro cerebro, pero incluso así, y con suerte, sólo conseguiríamos una especie de ser humano vegetal. ¿A qué se refiere usted al decir normalidad? El Director movió la cabeza y miró a los doctores jóvenes como consternado ante la insensatez de Bird...

-- ¿Morirá en seguida? Preguntó Bird.

-- No apresure los acontecimientos. Tal vez mañana. O quizá no tan pronto. Es un crío muy vigoroso... Pues bien ¿Qué quiere usted hacer? ...¿Qué debería hacer? ¿Hincarse de rodillas y llorar a gritos? Si usted lo acepta, puedo hacer que trasladen al bebé al Hospital de la Universidad Nacional...

-- Si no hay otra alternativa...

-- Ninguna otra, cortó el director, pero le quedará la satisfacción de que hizo todo lo posible.

-- ¿No podríamos dejarlo aquí?

-- Imposible, se trata de una hernia cerebral...

-- Lo llevaremos al otro hospital, afirmó Bird (...) Gracias.» (Oé,1989) (Subrayados míos).

 

Si continuamos con la narración veremos mayores consecuencias:

«-- Es un caso muy raro, sin duda alguna. También para mí es la primera vez. -reafirmó...

-- ¿Es usted especialista en enfermedades cerebrales? –Preguntó Bird.

-- Soy obstetra. En nuestro hospital no hay especialistas en cerebro. Pero los síntomas son clarísimos: una hernia cerebral, sin la menor duda... Soy obstetra pero me considero afortunado de haber encontrado un caso así... Espero poder presenciar la autopsia. Dará su consentimiento para la autopsia ¿no? Probablemente en este momento le apene hablar de autopsia, pero, en fin, mírelo desde este punto de vista; el progreso de la medicina es acumulativo. La autopsia de su hijo puede permitirnos saber lo necesario para salvar al próximo bebé con hernia cerebral. Además, si me permite ser sincero, creo que el bebé estará mejor muerto y lo mismo les ocurrirá a usted y su mujer. Algunas personas son extrañamente optimistas en este tipo de casos, pero créame, cuanto antes muera el niño mejor para todos...

-- Me pregunto si sufrirá.

-- ¿Quién?

-- El bebé.

-- Depende de lo que usted entienda por sufrimiento. Quiero decir que el bebé no ve ni oye ni huele. Y apuesto a que los nervios del dolor tampoco le funcionan. Es como (...) ¿lo recuerda? una especie de vegetal. ¿Usted cree que los vegetales sufren?» (Oé, 1989).

 

Quizás para quienes leen sea una exageración lo antedicho, o producto de creaciones literarias, pero pueden mostrarse unos botones de muestra que trascienden lo estrictamente novelesco.

En mi experiencia, he vivido esta situación en tres ocasiones. La primera, cuando, hace más de 50 años, al nacer un hermano mío con hipoxia, prematurez, hipotrofia y dos o tres insuficiencias más, los médicos, categóricos, dijeron a mi madre:

- Su hijo no vivirá más de dos horas, y si acaso lo logra, no pasa de 72 horas y, de pasarlas, seguramente muere antes del mes; pero, por si acaso, lograra sobrevivir, quedará como un vegetal. Es mejor que muera de una buena vez.

 

Debo manifestar que el vegetal en cuestión tiene un diagnóstico de deficiencia intelectual y, sin embargo, tiene ya más de 50 años, estudios terminados de secundaria, un nivel de cultura general de bachillerato y que trabaja en la Secretaría de Educación Pública, en la ciudad de México.

La segunda ocasión fue con el nacimiento de mi hijo varón; un grupo de tres médicos --el obstetra, el neonatólogo y el pediatra-- nos informaron a mi esposa y a mí, que nuestro hijo había presentado una serie de dificultades al nacer y que en consecuencia sólo podíamos esperar su muerte y, en el mejor de los casos, si sobrevive, no caminaría ni hablaría; sería como un vegetal. Sería, dijeron, un «ente anormal».

Debo decir que el vegetal en cuestión, que el «ente anormal» camina, habla, estudió la licenciatura y maestría y que tiene ya más de 30 años y hasta ahora no percibo problema alguno relacionado con este hecho.

Finalmente, la tercera ocasión, con motivo del nacimiento de mi hija. Ésta nació con una Malformación Congénita Mayor, falleció después de ocho meses de estancia hospitalaria a partir de su nacimiento; sin embargo desde ese momento se nos dijo: - No vivirá más de 72 horas;

El psiquiatra del hospital me pidió no realizar actos heroicos, que era más prudente dejarla en piso que enviarla a unidad de cuidados intensivos, pues de todas maneras iba a morir y sufriría mucho. Entre más rápido muera mejor para todos.

¡Claro! ¡Ya sé que son experiencias insólitas para una sola persona! Y sin embargo, no sólo son experiencias de carácter fenomenológico, personales, subjetivas y aleatorias; cuando hubimos realizado un análisis de las historias clínicas de los padres de familia que llevaban a sus hijos a escuelas de educación especial, encontramos que más del 75 % reportaban experiencias similares.

¡¡¡Ah!!! Y lo pasaba por alto, según me contó mi madre, hace ya más de medio siglo, pues soy uno de los sobrevivientes de la última epidemia de poliomielitis y sarampión de la década de los 50’s en nuestro continente, cuando a mi hermana mayor le dio neumonía y tenía como expectativa mi muerte, acudió a la Basílica de Guadalupe a pedir a la Virgen que viviera mi hermana y muriese yo; el resultado fue la muerte de mi hermana y mi sobrevivencia.

Más tarde, a partir del año de 1960, durante diez años, viví en un internado hospitalario de monjas con personas con algún tipo de deficiencia o discapacidad (aproximadamente 40, entre ciegos, sordos, deficientes intelectuales, compañeros con trastornos neuromotores, con secuelas de poliomielitis, etc.; además de referir que para fortuna mía era mixto). Desde ese mismo año, junto a «Los Renglones Torcidos de Dios», comprendí, sin duda alguna, que lo «Normal» éramos nosotros, «Los Renglones Torcidos de Dios», y lo «Anormal» eran los demás. Los otros.

Cuando hube salido del internado hospital, me reintegraba a «mi familia» que era y no «mi familia». Durante un decenio crecí y me desarrollé al margen de ellos y ellos, al margen mío. Desde ese momento, como un «Lobo estepario» seguí la vida, diría Herman Hesse, oscilando entre un sentimiento humano y uno «lobuno».

Los demás. Los otros, sin duda alguna, consideraban que los «Normales» eran ellos y los «Anormales» éramos nosotros.

Ahora bien, ¿qué sentido tiene narrar estos hechos? ¿Acaso son los lamentos de dolor que tardan mucho en cesar? ¡De ninguna manera! Es esta una experiencia más frecuente y común. Veamos por qué.

Vale recordar que con anterioridad la deficiencia era identificada como «enfermedad a curar», o bien como «enfermedad incurable» que era necesario asistir con internamiento en «establecimientos-ghetto».

La OMS, al definir la deficiencia como una desventaja que impide al sujeto portador desempeñar el rol y satisfacer las expectativas correspondientes a su sexo, a su edad y a su condición social dentro del grupo de pertenencia, propicia la reflexión de la problemática en torno a las expectativas que se tienen dentro de determinados grupos sociales o a la condición social misma o, además, al rol asignado a los menores dentro de nuestro entorno sociocultural.

La deficiencia física y/o psíquica, debida a la lesión orgánica, es un dato extraño para el sistema familiar; éste tiende a soportarlo como una agresión del destino y, por tanto, suele ser acompañado de intensos sentimientos de rechazo o rebelión.

Esa percepción de singularidad es rápidamente asumida como propia por el menor con algún signo de discapacidad, el cual se encuentra considerando como indeseable una parte de sí mismo.

Por sus requerimientos, la atención de sus necesidades especiales, derivadas de la deficiencia, así como la atención educativa de las necesidades educativas especiales, si las hubiere en virtud de que éstas no derivan de aquéllas, desafía las creencias sociales y, sin embargo, se expresa e interviene en la vida del sujeto como un hecho altamente significativo.

Ambos acontecimientos, deficiencia y atención de las necesidades especiales derivadas de la deficiencia o atención de las necesidades educativas especiales, condicionan los comportamientos de las personas implicadas: parientes, médicos, terapeutas, docentes y profesionales que intervienen durante el proceso de atención.

Generalmente la deficiencia es considerada una desventaja específica de un sujeto a quien se trata, se somete a terapia, se rehabilita y se asiste en calidad de tal. Casi nunca se piensa en ella como en una persona que desencadena reacciones y adaptaciones que van más allá del déficit y del sujeto que lo muestra. Los valores fundamentales por los que se rige la convivencia social son puestos en crisis por la realidad de la deficiencia; la igualdad de los derechos de los ciudadanos, la igualdad de oportunidades para una vida digna y con calidad, el derecho a la educación, al trabajo, a la autonomía y a la salud se ven duramente desafiados por esta realidad.

Las actitudes más comunes que suelen adoptarse para superar la ambivalencia de estas percepciones son considerar al individuo inhábil como un enfermo a cuidar o, bien, considerarlo un eterno niño.

Como puede derivarse de lo expuesto hasta aquí, todo parece confabular contra la persona y contra sus familiares, pues las certezas, expectativas y creencias de estos últimos se desvanecen y se rompen en pedazos, generando ello una conflictiva que, generalmente, es adversa al desarrollo integral del ser humano o la persona.

Conclusiones. A partir de lo brevemente descrito podemos enunciar, a modo de provisorias conclusiones, las tesis siguientes:

1. La «discapacidad», más que ser un estado transitorio o permanente del individuo, imputable única y exclusivamente a él, debida a la presencia de algún síndrome, secuela, déficit o enfermedad, es el resultado de todo un proceso de construcción sociocultural y psicológico que no puede reducirse a la naturaleza clínica de algún síndrome etiopatogénico, cualesquiera que éste sea.

2. La «discapacidad» como tal no se configura desde el origen mismo del síndrome etiopatogénico, ésta se construye durante el curso de la vida de las personas que adolecen o han adolecido de algunas enfermedades o que sobrevivieron a eventos traumáticos de diversa naturaleza.

3. La enfermedad o el síndrome no son equivalentes a la «discapacidad»; existe, por ende, la posibilidad de que personas distintas con el mismo síndrome o enfermedad manifiesten de manera diferente su desenvolvimiento sociocultural o psicológico y, a la inversa, que personas que expresan un nivel equivalente en su desarrollo sociocultural o psicológico, adolezcan de diferentes secuelas o alteraciones etiopatogénicas o, incluso, que no las presenten.

4. La «discapacidad», más que ser consecuencia unívoca y directa de la presencia de algún síndrome o enfermedad o secuela, deriva de la circunstancia de observarse un “descenso” o limitación (impuesta al niño, tanto por el núcleo familiar como por las instituciones educativas o de salud, pasando por toda la gama de instituciones de la sociedad, por el hecho de tener una secuela, enfermedad o síndrome) en su posición social, lo cual le lleva a un «sentimiento de minusvalía», compartido con los adultos con los cuales convive, y a una consecuente marginación y exclusión.

5. La «discapacidad» no es un asunto de anormalidad y la impresencia de deficiencias no equivale a la normalidad. Normalidad y anormalidad, desviación y trastorno, patología y anormalidad nunca, jamás, de ningún modo serán equivalentes entre sí.

 

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