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El triángulo de la violencia de Johan Galtung - Foto: Masiosare

El Camino de la Vida: La respuesta está en el viento

La violencia como fenómeno social estructural en América Latina tiene sus raíces hace tiempo; tiene múltiples caras y factores causales

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 630

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Antecedentes. La violencia como un fenómeno social, de carácter estructural en las diferentes naciones de nuestra América Latina, pero no sólo en ellas y, muy particularmente, en las distintas regiones y entidades federativas en México, encuentra sus raíces desde tiempo ha.

Ésta ha sido, más allá de las relaciones interpersonales, una herramienta que ha permitido el mantenimiento de las relaciones de dominio/subordinación desde tiempos precedentes a la conquista de nuestra región por parte de los españoles.

Durante todo el periodo de la colonia, del México Independiente y del periodo posrevolucionario ha sido una constante que no podemos omitir en nuestras reflexiones.

Más allá de cualesquiera interpretación neurobiológica o psicoanalítica –recuérdense los trabajos de Konrad Lorenz, Sobre la agresión, el pretendido mal; o El Corazón del Hombre, de Erich Fromm— que, por ahora, no me propongo valorar aquí, es reconocido que el proceder violento nos acompaña desde nuestros orígenes más añejos.

Por otro lado, estudios primatológicos, como los realizados por Frans de Waal, han mostrado convincentemente que el proceder violento entre grupos de primates (Vgr. La Política entre los Chimpancés (Chimpanzee Politics, 1982, The Johns Hopkins University Press; puede verse la entrevista realizada  Frans de Waal a este respecto) obedece más a condiciones favorecidas por la actividad gregaria que por razones atribuibles a su naturaleza neurobiológica; empero aún más, que dentro de la dinámica gregaria se favorecen actitudes y conductas opuestas al actuar violento o agresivo y tales dinámicas permiten regular los admisibles –en caso de ser así— impulsos innatos agresivos.

Sin embargo, colocándonos en el espacio sociopolítico de los últimos cincuenta años, podemos asumir que la violencia que enfrentamos ha sido de carácter sociopolítico –violencia ejercida por el Estado y Gobiernos que lo encarnan para reprimir y sojuzgar al conjunto de movimientos sociales que pugnan por una transformación de raíz de las condiciones económicas, políticas y sociales imperantes mediante la represión militar, policíaca, judicial o paramilitar, sea fundada dentro de los márgenes o no de la legalidad vigente—, delincuencial –sea ejercida o por individuos o grupos delincuenciales—, vicaria o de género, cultural, económica o psicológica.

En su momento (2004) el sociólogo noruego Johan Galtung diseñó un triángulo para representar la violencia, así como para analizar y relacionar las diferentes manifestaciones de las violencias que se expresan, en tres grandes tipos: 1) violencia cultural, 2) violencia estructural y 3) violencia directa.

La tríada, a su vez, se clasifica en dos grandes grupos: la violencia visible y la violencia invisible; la primera se manifiesta de manera directa, mientras que la segunda se constituye por la violencia cultural y estructural.

Esto quiere decir que a pesar de que no observemos, nos percatemos, tengamos o no conciencia de ella, ésta se encuentra presente en nuestra vida cotidiana.

Desde el triunfo de la Revolución Francesa, en el conjunto de las naciones que se autodefinen como liberales y democráticas, se ha asumido que es el Estado, a través de los gobiernos que lo encarnan, el responsable directo de propiciar las condiciones y herramienta favorables de la seguridad y el disfrute de los Derechos Humanos Fundamentales y, cuando éstos sean violentados por cualquier institución o persona, mediante recursos de justicia y judiciales, proporcionar a la ciudadanía la reparación de los daños –inmediatos, mediatos o de largo plazo; directos o indirectos; individuales o colectivos— que deriven de la violencia, visible o invisible.

Pues bien, como ya apuntamos antes, si en un tiempo la violencia fue ejercida directamente por el Estado para sojuzgar y controlar a la población –es decir, fue una violencia de Estado ejecutada contra individuos, grupos, movimientos sociales o poblaciones— y, agregada a ella, se reconoce hoy la violencia ejercida por la delincuencia o de carácter vicario o de género, debemos reconocer que la misma se ha magnificado por la omisión – por parte de las autoridades correspondientes—de sus responsabilidades jurídicas y políticas, cuando no por su colusión con los grupos de la delincuencia y, más grave aún, cuando estas mismas instancias son las que operan tal violencia.

Bajo estas circunstancias, desde antes de finalizar el siglo XX, durante su último cuarto, en el seno de diferentes comunidades de varias naciones latinoamericanas y, particularmente, de México, fue reconocida la incapacidad o desinterés o abdicación de su responsabilidad –cuando no su colusión— con quienes diseñan y operan la violencia; en virtud de ello, dichas comunidades asumieron el hecho de que ellas mismas debieran retomar en sus manos y bajo su responsabilidad lo que el Estado y los diferentes gobiernos que lo encarnan habían demostrado palmariamente; a saber: su incapacidad y desinterés por crear las condiciones propicias para una vida colectiva y personal de seguridad, tranquilidad, justicia y paz.

Ante tales circunstancias inobjetables, fueron creándose los denominados “Grupos de autodefensa”, las “Policías comunitarias”, así como los sistemas de justicia y paz autónomos y comunitarios, integrados por miembros de las propias comunidades con el propósito de asegurar lo que el Estado y los gobiernos habían declinado, más allá de los discursos que prometían resolver tales problemas irresueltos.

Ahora bien, es necesario preguntarnos y reflexionar la respuesta más precisa al respecto:

¿Habremos llegado a un estado de la cuestión donde la única opción posible para resolver estos problemas de justicia y paz con dignidad sea la constitución de sistemas de autodefensa organizada, ante la escalada de violencia generalizada que atemoriza y ofrece una dulce certidumbre de lo peor?

Como hubiera dicho Bob Dylan: “La respuesta está en el viento”.

 

 

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