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El camino de la vida: Genio y locura/y III

La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca: Heinrich Heine

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 973

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¡Ahora sí! ¡Por fin! Ahora sí cerraré la tríada de colaboraciones de El Camino de la Vida, en Masiosare, a la relación –no necesariamente de causalidad—apreciada por ciertos personajes, entre la “locura” y la “genialidad”.

Recuerdo a ustedes, amables lectores, que he referido aquí a personajes tales como El Ingeniosos Hidalgo Don Quijote de la Mancha, a Gérard de Nerval y a Friedrich Hölderlin.

En este artículo trataré de presentar a ustedes los personajes Vincent Van Gogh, Robert Schumann y José María Arguedas.

Antes de ello, sin embargo, quiero mostrar a ustedes, para que lo tengan siempre presente, que la idea de la correlación positiva entre estas dos “cualidades” aparece nítidamente entre los psiquiatras, como puede evidenciarse en este diálogo entre una “paciente psiquiátrica” y su “médico tratante”, tomado de la obra de Torcuato Luca de Tena, Los Renglones Torcidos de Dios:

“—¿Conoce usted, señora, con exactitud las razones por las que se encuentra aquí?

—Sí, doctor. Estoy legalmente secuestrada.

—¿Por quién?

—Por mi marido.

—¿Es cierto que intentó usted por tres veces envenenar a su esposo?

—Es falso.

—¿No reconoció usted ante el juez haberlo intentado?

—Le informaron a usted muy mal, doctor. No estoy aquí por sentencia judicial. Fui acusada de esa necedad no ante un tribunal sino ante un médico incompetente. Jamás acepté ante el doctor Donadío haber hecho lo que no hice. Del mismo modo que nunca confesaré estar enferma, sino "legalmente secuestrada".

—¿Fue usted misma quien preparó los venenos?

—Es usted tenaz, doctor. De haberlo querido hacer, tampoco hubiera podido. Pues lo ignoro todo acerca de los venenos.

—¡Realmente extraño en una licenciada en Químicas!

—Doctor, no sería imposible que durante mi estancia aquí tuvieran que operarme de los ovarios. ¿Sería usted mismo quien me interviniese?

—Imposible, señora. Yo no entiendo de eso.

—¿No entiende usted? ¡Realmente extraño en un doctor en Medicina! —Mi especialización médica es otra, señora mía.

—Señor mío: mi especialización química es otra también. Rió la nueva reclusa, sin extremarse, y el doctor se vio forzado a imitarla, pues lo cierto es que lo había dejado sin habla. De tonta no tenía nada. Podría ser loca; pero estúpida, no.

—En el informe que he leído acerca de su personalidad —comentó Teodoro Ruipérez— se dice que es usted muy inteligente. Alice sonrió con sarcasmo, no exento de vanidad.

—Le aseguro, doctor, que es un defecto involuntario.

—La palabra exacta del informe es que posee una poderosa inteligencia —insistió halagador.

—El doctor Donadío exagera. Le merecí ese juicio cuando le demostré que nunca pude envenenar a mi esposo por carecer de ocasiones y de motivos. Y como le convencí de que carecía de motivo, pero no de posibilidades, la conclusión que sacó es que yo estaba loca, porque es propio de locos carecer de motivaciones para sus actos. ¿Usted conoce al doctor Donadío?

—No tengo ese honor.

—¡Lástima! —¿Por qué? —Porque si le conociera comprendería al instante... que es muy poco inteligente el pobre.

El doctor Ruipérez no pudo menos de sonreír. Aquella mujer de aspecto intelectual y superior manejaba con singular acierto el arte de la simulación, pero ello no era óbice para que fuera declarando frase a frase el terrible mal que la aquejaba. Cada palabra suya era una confirmación de los síndromes paranoicos diagnosticados por el doctor Donadío. Cuando, en otras psicopatías, el delirio del enfermo se manifiesta durante una crisis aguda, no hay nada tan fácil para un especialista como detectarlo. Su fe descubre con la facilidad con que se distingue a un hombre vestido de rojo caminando por la nieve; por el contrario, cuando el delirio es crónico, hay que andarse con pies de plomo antes de declarar o rechazar la sanidad de un enfermo. Las esquizofrenias tienen de común con las paranoias la existencia de estos delirios de interpretación: la deformación de la realidad exterior por una tendencia invencible, y por supuesto morbosa, a ver las cosas como son. Pero, así como en las esquizofrenias tales transformaciones de la verdad son con frecuencia disparatadas, incomprensibles y radicalmente absurdas, en las paranoias, por el contrario, suelen estar tan teñidas de lógica que forman un conjunto armónico, perfectamente sistematizado, y tanto mejor defendido con razones, cuanto mayor es la inteligencia natural del enfermo. Esta nueva reclusa no sólo era extraordinariamente lúcida sino estaba persuadida de que su agudeza era muy superior a la media mental de cuantos la rodeaban”.

Pues bien, tal parece que un encuadre psicopatologizante es el venero o la fuente de los diagnósticos de la “locura”. Y, con base en estos, los “profesionales de la salud mental”, particularmente los “psiquiatras”, cual funámbulos, realizan acrobacias sobre la “cuerda floja”, o el “alambre” para no caer y quedar en un verdadero ridículo, en el mejor de los casos.

Ahora sí, procederé a presentar a ustedes al pintor Vincent Van Gogh.

Según manifiesta Werner Konrad Strick (Alcmeon 19, N.º 4 1996, La enfermedad psíquica de Vincent Van Gogh): “La enfermedad de Vincent van Gogh ha sido objeto de numerosas especulaciones. Se propusieron explicaciones tan diversas como porfiria aguda intermitente, epilepsia y esquizofrenia. Sin embargo, muchas de las hipótesis diagnósticas se basan en una consideración parcial o incompleta de la biografía y de las indicaciones sobre las vivencias subjetivas tomadas de las cartas de Van Gogh a su hermano”.

Por ello presentaré a ustedes, amables lectores, algunas de sus manifestaciones reconocidas por la amplia mayoría de estudiosos que hube revisado sobre el caso.

Vincent Van Gogh (1853-1890) fue un pintor reconocido dentro del postimpresionismo cuya obra fue reconocida años después de su muerte.

Sin duda alguna, para quienes han analizado la vida del pintor y han escrito sus ideas respecto a la “locura” de éste, el día 23 de diciembre de 1888, día en que se cortó la oreja, muestra el comienzo o pródromo de una crisis aguda. Es decir, como los cánones prescriben, siendo muy joven, con una edad de 35 años.

Como es sabido, no existen escritos conocidos del pintor durante este primer episodio agudo; sin embargo, “… en cartas posteriores escribió acerca de los síntomas subjetivos que tuvo durante esta crisis de 1888 y durante su recaída en febrero de 1889 …”. En estas cartas decía textualmente: “insoportables imágenes de la locura” que, de ningún modo nos permite saber si se refería a ideas delirantes o alucinaciones u otras manifestaciones del espíritu humano o algunos otros “trastornos mentales”.

Su hermano Théo se expresa así en un informe: “Pero luego, después de un corto tiempo, volvió a caer en su fantaseo sobre filosofía y teología”, y sobre el episodio de la primera semana de febrero de 1889 un párroco escribió a Théo que Vincent sufría de perturbaciones del sueño, temor a haberse envenenado y alucinaciones.

El mismo Van Gogh escribió: “Durante las crisis creo siempre que lo que me imagino es real”. Sólo meses después, escribiría:

“El temor a la locura se reduce considerablemente cuando veo desde cerca a los hombres que sufren la enfermedad y puedo estar con ellos sin mayores dificultades. Es algo por lo que estoy muy agradecido. Observo en los otros que también ellos durante los ataques oyen ruidos y voces extrañas y que también ante sus ojos parecen transformarse las cosas. Aquí hay uno que grita y habla continuamente, como yo, desde hace 15 días. Cree escuchar voces y palabras en el eco de los corredores, probablemente porque los nervios del oído están enfermos y sobreexcitados. En mi caso eran los ojos y los oídos simultáneamente”.

Bástenos estas citas para suponer que esos síntomas eran para él sumamente inquietantes, y que sólo se animó a expresarse acerca de ellos cuando conoció a otros hombres que tenían vivencias semejantes.

Reconocer que padecía una alteración mental y que, no era el único en presentarla, le dio, también cierta calma.

Como ya he dicho, la calidad de su obra fue reconocida solo después de su muerte, en una exposición en 1890 y, en la actualidad es reconocido como uno de los grandes maestros de la historia de la pintura.

Como también es sabido, murió por una herida de bala, sin embargo se desconoce si fue un accidente o un suicidio.

Se ha llegado a considerar que su trastorno influyera enormemente en su obra, algunos críticos de arte concuerdan en que las obras de Vincent Van Gogh fueron realizadas bajo un completo control emocional o psicológico y, de hecho, el pintor, se dice, jamás trabajó durante los periodos de crisis agudas.

Aquí se muestra que “genialidad” y “locura” no se relacionaban, sino que alternaban.

El caso de Robert Schumann (1810-1856) es muy elocuente a este respecto.

Compositor y músico alemán muy claramente reconocido dentro del campo de la “genialidad” y la “locura”. Incapacitado para su profesión a los veintidós años, debido a una lesión de la mano derecha dejó de ejecutar el piano y se dedicó a la composición.

También, siendo muy joven dio muestra de fuertes crisis depresivas y crisis de pánico, con presencia de fobias (a la altura y a los objetos afilados), y se mostraron muy claramente con su primer intento de suicidio en el año de 1833.

Hacia 1834 Schumann se restableció y comenzó una relación con Clara Wieck (Clara Schumann).

A partir de ese momento se dedicó febrilmente a la composición, firmando desde ese momento más de 160 piezas de las 175 que compuso a lo largo de su corta y dramática vida.

Nadie ha dudado del favorable impacto de Clara Wieck en la obra y vida de Schumann; en 1840, tras cuatro años de proceso judicial por la minoría de edad de ella, Robert y Clara contrajeron uno de los matrimonios más estables y reconocidamente fructíferos de la historia de la música: ella ejecutaba con gran éxito las composiciones de su marido; él, apoyado por su esposa, reorientó su composición hacia la forma del lied (canto lírico), y la música intimista inspirada en la poesía.

El Diagnóstico de ese entonces concordaba claramente con un trastorno maniaco-depresivo, hoy denominado trastorno bipolar.

En el año de 1854 tuvo otro intento de suicidio arrojándose al río Rin, motivo que le llevó, cinco días más tarde, a pedir que le asilaran en una institución psiquiátrica. Allí vivió dos años más, durante los cuales tan sólo se dejó visitar por su amigo y compositor Johannes Brahms. Como registra la historia, murió de sífilis, enfermedad que padecía desde su juventud.

El caso del escrito peruano José María Arguedas es aún más clarificador.

Pero permítanme contarles una anécdota.

Cuando le fue entregado el premio Nóbel de Literatura al escritor, también peruano, Mario Vargas Llosa, éste, mediante un tuit, expresó: “Mario Vargas Llosa es, sin duda, el mejor escritor que ha dado Perú”. No sin haber pedido perdón por el atrevimiento, le manifesté que consideraba que “el mejor escritor vivo”. Ignoro el por qué respondió pidiéndome un sólo nombre; entonces referí dos: el Poeta César Vallejo y, sin duda también, José María Arguedas. Otra vez respondió: “Cesar Vallejo es Poeta, no escritor, y Arguedas, ¿Quién lo conoce?

Tratando de subsanar un poco este supuesto desconocimiento mostraré a ustedes, amables lectores, fragmentos de la vida de quien, según mi opinión pudiera ser el mejor escritor que ha dado el Perú; y vaya que omití a José Carlos Mariátegui.

José María Arguedas (1911-1969) se presentará a sí mismo, en el discurso de agradecimiento al Instituto Nacional de Cultura que le otorgó el premio Inca Garcilaso de la Vega, en el año de 1968: “(… Soy…) un individuo quechua moderno (…) Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”.

Desde luego que estas cualidades no le fueron reconocidas, no sólo por Vargas Llosa, sino por una tradición de exclusión histórica.

Sin embargo, más allá de su identidad y su conciencia, buscaba algo más al escribir:

“Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad. Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia, molestando lo menos posible a quienes lamentarán mi desaparición y a quienes esa desaparición les causará alguna forma de placer…”

El propio Arguedas nos dejará estas letras en uno de sus Diarios:

“En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944 hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años neutralizado para escribir (...). Y ahora estoy otra vez a las puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien. Y no deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo inepto, en un testigo lamentable de los acontecimientos”. (Primer diario, 10 de mayo de 1969). “

Debo decir a ustedes que, en el año de 1969, el escritor, antropólogo y etnólogo José María Arguedas, y reitero, según mi opinión, el mejor escritor que ha dado Perú, se suicidó. Fue, sin duda, el trágico final de un ser humano atormentado por la depresión crónica, una depresión grave, iniciada en sus primeros años de vida, de curso y desarrollo recurrente y que influyó de alguna manera en su obra literaria.

En José María Arguedas es muy evidente la trascendencia de la exclusión ideológica, cultural e histórica que no se ha percibido a la hora de los “análisis” y “diagnósticos” psicopatológicos o psiquiátricos. Una “ceguera ideológica” o una “inteligencia ciega” o, un verdadero escotoma subyace en nuestras prácticas clínicas. Sólo Arguedas podría haberlo expresado así:

“¿Te acuerdas que de niño me daban unos horribles espantos nocturnos? Nuestro padre tenía que levantarse y sacarme al corredor; miraba al cielo, respiraba el aire frío y me calmaba. Después, ya en el Colegio, padecí de algunas crisis: era una especie de repentino temor a la muerte (...). Pero algunos años después, cuando ya estaban en Caraz, me vino una crisis dura, no dormía, tenía un espanto continuo y parecía que todo iba a terminar (...). Las primeras noches, cuando sentía a la muerte en la garganta, soñaba con nuestro padre y contigo”. (Carta de J.M. Arguedas a su hermano Arístides, 31 de enero de 1944). “Yo sigo mal. Van tres años que mi vida es una alternativa de relativo alivio y de días y noches en que parece que ya voy a terminar. No leo, apenas escribo; cualquier preocupación intensa me abate totalmente. Sólo con un descanso prolongado, en condiciones especiales, podría quizá, según los médicos, curar hasta recuperar mucho mi salud. Pero eso es imposible".

No puedo menos que recomendar mirar con calma las pinturas de Van Gogh, escuchar las obras de Schumann y, desde luego, leer a José María Arguedas.

 

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