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Enrique Álvarez Alcántara, durante una presentación en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos - Foto: Foto: Especial

El camino de la vida: Crónicas de apodos, motes o pseudónimos

En un ejercicio para el que recurre a su memoria, el autor hace un recorrido por aquellos apodos o sobrenombres de los que fue víctima a lo largo de su vida; “el virolo”, “el patachín”, entre otros

Por: J. Enrique Álvarez Alcántara, Visitas: 1372

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Presentación. Antes de comenzar con el objeto de esta colaboración, debo precisar algunas cuestiones, a modo de acto de constricción, que me permitan imponer los límites necesarios para este ejercicio.

La elaboración de esta crónica, estrictamente personal, me ha demandado un ejercicio retrospectivo hacia tiempos que acontecieron desde media centuria atrás, cuando no existía siquiera el término bullying en nuestro léxico. Dicho acto ha requerido, a su vez, una tarea introspectiva que pudo ser posible a través de la recuperación de sucesos idos que se han guardado en mi memoria.

Ahora bien, tratando de presentar una definición concreta para dicho término me permitiré decir que por “apodo se entenderá aquí el sobrenombre que se da a una persona, en vez del suyo propio, y que generalmente hace referencia a algún defecto, cualidad o característica particular que lo distingue”. (Definición propia).

Este ejercicio creador e impositivo de motes a ciertas personas, debido a sus características particulares y peculiares, es tan antiguo como el acto mismo de nombrar y, debo creerlo también, el acto de reconocer y admitir los sobrenombres como distintivos de uno mismo.

Este juego de crear un apodo y asignarlo para cierta persona no es, necesariamente, un acto estigmatizante, aunque pudiera parecerlo; ni, mucho menos, se asume como un acto de estigmatización, inevitablemente, por quien es designado con dicho sobrenombre.

Ergo, como ya manifesté, esta presentación se sustenta en mi memoria que será la herramienta de este ejercicio y ello me exige aclarar algunas cuestiones con respecto a la misma.

Arquitectura y expresión de la memoria. Puedo decir, de manera simple que “la memoria es un proceso que permite grabar, retener y recuperar la información pretérita, de manera selectiva y no siempre deliberada” (definición propia); empero, esta breve definición no es suficiente para justificar lo que se escribirá más adelante.

El primer problema que se nos presenta es el de la nitidez y fidelidad de los recuerdos.

¿Hasta dónde podemos tener la certeza de que lo que se refiere como “recuerdos” efectivamente sucedieron y acontecieron en el tiempo y forma en que se describen? ¿Qué tan certera es la idea de que lo vivido se “graba” fielmente y se “retiene” a lo largo del tiempo, sin cambios o transformaciones, para después, cuando sea necesario, “recuperar” la información y mostrarla transparentemente? ¿Qué nos garantiza que lo expresado como “recuerdos” no es una “realidad” reconstruida o relaborada por medio de “reacomodos” de fragmentos vividos, deseados, omitidos u olvidados? ¿Cómo evitar refundir en los “recuerdos” nuestros deseos, aspiraciones, supuestos, quimeras, ilusiones, fantasías o creencias de que los que se quiere escuchar o leer es lo que se expresa?

Nos es dable considerar que nuestra representación de la memoria suele conducirnos a imágenes que escinden ésta en dos procesos mutuamente excluyentes; por un lado, el proceso de grabado, retención y recuperación de vivencias y, por el otro lado, el fenómeno de la pérdida, olvido o represión de tales experiencias.

Esa escisión ha conducido a considerar los “excesos” de la memoria como deseables y loables y, las pérdidas de la competencia para grabar, retener o recuperar la información (léase las amnesias), como indeseable o patológicas.

Sin embargo, nuevamente parece necesario inquirir: ¿Qué pasaría si no pudiésemos olvidar sucesos traumáticos, dolorosos o indeseables? ¿Es acaso posible grabar, retener, recuperar información, continuamente, sin impedimento alguno? ¿Carece de sentido el fenómeno del olvido en nuestra existencia? ¿Los excesos de la memoria y la pérdida de la capacidad de olvido no son también dramáticas e indeseables?

Parece fenomenológicamente obvio que las reflexiones y consideraciones sobre la memoria conduzcan ineluctablemente hacia los fenómenos del grabado, retención y recuperación de la información y, algunas ocasiones, a la pérdida de ésta como consecuencia del olvido, sin considerar aquí que el olvido, a su vez, debe tener otras causas que lo hacen posible. Sin embargo, no poder olvidar parece impensable o inimaginable.

El Poeta Pablo Neruda, en su Poema 20 de Amor, en un fragmento, nos dice: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”.

Asimismo, Jorge Luis Borges, en su cuento Funes el Memorioso, muestra magistralmente este lado oscuro de la memoria; también Alexander Luria con su texto Un pequeño libro sobre una gran memoria, retrata claramente esta cuestión.

El otro problema que no puede omitirse aquí es el de la relación estrecha entre memoria, emoción, e identidad personal.

Ya Umberto Eco, en su novela La misteriosa llama de la Reina Loana, describe esta condición ineludible.

Ahora bien, como no me propongo hacer un análisis del proceso psicológico de la memoria y sus alteraciones neuropsicológicas o neuropsiquiátricas, lisa y llanamente intento precisar lo que trataré en la crónica sobre los apodos y demarcar los baremos dentro de los cuales se halla este texto, procederé a la narrativa.

Crónica de los apodos o motes que me han sido asignados. Como ya dije, corría, según me lo contaron, el año de 1960 cuando, por una razón que no abordaré aquí, fui ingresado como interno dentro de lo que entonces se llamaba Centro de Recuperación Infantil, a cargo de Hermanas de la Caridad, de la orden de Vicente de Paul, en la hoy Ciudad de México (antes Distrito Federal). Dicho centro se ubicaba en el sur de la ciudad, en la Colonia San Ángel, en el número 20 de la Calle del Carmen, a un costado del Parque de la Bombilla (con un enorme monumento dedicado al Gral. Álvaro Obregón y lo que por años fue su mano amputada en un frasco con formol) y ocupaba el espacio físico de lo que hoy es el Hospital Germán Díaz Lombardo.

En dicho lugar nos hallábamos aproximadamente 40 personas con secuelas diversas de problemas al nacimiento o de infecciones de la última epidemia de poliomielitis y sarampión del primer medio del mismo siglo XX. Cabe destacar que era un internado mixto, razón por la cual incluía varones como mujeres con rangos de edad entre un año de vida y hasta poco más o menos 25 años. Todos, sin excepción teníamos algún tipo de secuela física, sensorial o intelectual (personas con secuelas neuromotrices, secuelas de poliomielitis, osteomielitis, ciegos, sordos, amputados y uno que otro con déficit intelectual). Es decir, por decirlo de algún modo, y siguiendo, mutatis mutandis, a Torcuato Luca de Tena, todos, también sin excepción, éramos considerado por quienes nos miraban desde el exterior a los muros del centro, “Renglones Torcidos de Dios”.

Bajo esas circunstancias, cualquier apodo, mote o sobrenombre no incluía una condición que era compartida por prácticamente todos los internos; luego entonces, la única posibilidad de inventar tales epítetos requería otras marcas a elegir. Bueno, debo señalar que el “Ciego Tomás”, debido a la lectura del cómic de esa época Kalimán, por semejanzas o analogías con los rasgos de comportamiento de unos de los personajes del cuento, fue designado con el sobrenombre del “Gran Topane”, o bajo otras circunstancias, Marcos chico, con serias malformaciones en su cuerpo y una diplejía marcada, le decíamos “Marquitos”. Marcos grande, era simplemente “Marcos”. Manuel, una persona con un déficit intelectual era llamado “el Fallo”, porque algo le fallaba, y no sabíamos qué, pero ese fallo le impedía pensar y representar lo real como nosotros.

En mi caso, dos rasgos eran distintivos; por un lado, mi volumen de voz hizo que me nombraran “el Gritón” y, debido a mi alta miopía desde los cinco años, también me denominaron “el Virolo”.

Al egresar de dicho Centro de Recuperación, en el año de 1970, regresé a vivir con mi familia nuclear y a concluir mis estudios de primaria y realizar los de secundaria en escuela públicas que se encontraban en la Colonia El Olivar del Conde. Fue allí donde los propios compañeros me pusieron el apodo del “Patachín”, porque tenía las patas de la chin… gada.

En la colonia donde vivía, en la Calle José Camarillo, algunos vecinos, al recordar el suceso aún presente en la memoria de todos nosotros, el alunizaje de los astronautas Armstrong, Collins y Aldrin, en el Apollo 11, un día 16 de julio de 1969, y al comparar la forma de sus movimientos en la luna con los que yo tenía con mis aparatos ortopédicos, decidieron llamarme “el Caminante de la Luna”. Otros vecinos, aficionados al baile y, particularmente a la cumbia, consideraron que me movía como si bailara cumbia, entonces me apodaron “el Cumbia”.

Era la época de los tranvías, transporte eléctrico que sobre vías y rieles recorría algunas zonas del entonces Distrito Federal, que se alimentaba de energía eléctrica mediante un “tirante” elevado hacia los cables de corriente y, posteriormente, los trolebuses, con “dos tirantes” de alimentación de energía, también orientados hacia lo alto para alcanzar dichos cables eléctricos; era la era de los “Cocodrilos” y “las Cotorras” (Taxis), de “las Vitrinas” (camiones de transporte público), de los “Tamarindos” (agentes de tránsito con uniformes color tamarindo) o “los Azules” (policía de la ciudad con uniforme azul) y de “las Julias” (Patrullas en las cuales hacían recorrido y redadas los policías). Asimismo, estaba por inaugurarse la época de “los peseros” (transporte colectivo que cobraba un peso por persona). Pues bien, por analogía que las muletas les parecían concordar a algunos compañeros, me apodaron “el Trolebús” o “el Tranvía”.

Algunos otros que eran aficionados a las corridas de toros, pues la Plaza de Toros México aún tenía una vida importante en la ciudad, por los muletazos que decían que daba me dijeron “el torero”. En fin.

Ya en la Universidad me apodaron el “Punto y coma” porque consideraban que al caminar con las muletas me apoya en un punto y arrastraba el pie izquierdo como una coma. También, y parece obvio, me pusieron el sobrenombre del “Contador” porque a cada paso que daba tenía que hacer un balance.

Todavía más, un cuñado que tengo, ya fallecido, considerando que nunca estiraría la pata, me puso “el Inmortal”.

Finalmente, el Expresidente Municipal de San Luis Acatlán Guerrero, el primer indígena mixteco que a lo largo de la historia ocupó ese cargo; excelente amigo, con quien trabajé de asesor, me llamaba “el Ilegal”, porque decía que nunca andaré derechito.

Como podemos darnos cuenta, y seguro estoy de ello, el juego de elaborar apodos, motes o pseudónimos es parte del desarrollo y expresión de las relaciones y la comunicación con nuestros semejantes.

Seguramente no puede considerarse que sea el único caso ni el más representativo de este asunto, sin embargo, es muy elocuente.

 

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